Tengo el gusto de continuar mi escrito anterior, en la que les resumí un poco de mi pasión más interiorizada, que me ha acompañado desde hace por lo menos 10 años. En este capítulo, continuaré con fragmentos del capítulo II, pues el texto completo está reservado solo a mi círculo más íntimo. Antes de empezar, nuevamente les agradezco el favor de su atención.
Paseando por Tokaido
Y es que yo crecí junto con ellas.
Las aerolíneas japonesas no fueron solo nombres o logotipos: fueron mis
compañeras, mis maestras, mis espejos. Mientras yo pasaba por mis propios
cambios, también ellas evolucionaban. Era como si me dijeran: "Nosotros
también cambiamos, nosotros también crecemos contigo."
Con el tiempo, ya no era solo
un jugador más en un simulador. Me sentía parte de algo más grande. Aprendí
que, como en la aviación, en la vida también hay que saber esperar, despegar
cuando es el momento, aterrizar cuando toca, retirarse cuando hace falta y
celebrar cada nuevo comienzo. Y en ese viaje, mis aerolíneas japonesas
estuvieron siempre ahí, enseñándome, consolándome, y, sobre todo,
acompañándome.
El primero con el que tuve
contacto fue el aeropuerto de Haneda: un mega aeropuerto vibrante, lleno de
vida, que reunía a la mayoría de las aerolíneas del país. Luego conocí Itami,
el aeropuerto de Osaka, con sus dos pistas paralelas incrustadas en una
metrópoli que luchaba por un poco de espacio.
Entre códigos: El vuelo 93
En los momentos más vulnerables,
cuando todo lo que conocí de niño comenzaba a desdibujarse, supe que había un
lugar al que siempre podía volver. Porque, aunque el mundo cambiara, las
aerolíneas seguían ahí. Constantes. Y sabía que, siempre que lo necesitara,
podría regresar a controlar esos vuelos que ahora ya no eran solo “las
aerolíneas japonesas”, sino mis aerolíneas japonesas. Así se fortaleció este
vínculo, desde el acompañamiento y la introspección que cada sesión me daba. Desde
la compañía emocional que les atribuí, hasta convertirse en una parte
fundamental de mí.
Ese mundo imaginario, tan personal, me permitía resistir una realidad que muchas veces sentía ajena, distante, incluso áspera. Mientras otros se refugiaban en grupos, pantallas o fiestas, yo despegaba. No para huir, sino para seguir aquí sin desmoronarme. Mi vuelo del diario era el vuelo 93, que despegaba a Kansai muy temprano.
Y sin darme cuenta, entre juego y consuelo, comencé
a entender cosas. Aprendí a identificar aeronaves por su silueta, a leer cartas
de aproximación, a entender la lógica detrás de una configuración de pistas, a
intuir la asignación de slots, las rutas RNAV, los procedimientos RNP. Aquel
juego de infancia comenzó a adquirir la textura de una vocación.
Los códigos ICAO dejaron de ser solo letras en un
mapa. NRT era Narita, pero también un nudo de operaciones transoceánicas. OKA
no solo era Okinawa: era una terminal conflictiva, afectada por vientos
cruzados y cercanía con espacio aéreo militar. ITM ya no era solo un aeropuerto
con pistas paralelas, sino un caso de estudio en una ciudad colorida, vibrante
y con una historia que deseaba conocer.
Comprendí que el vuelo no era solo magia. Era
procedimiento, era diseño, era sistema. Y en esa comprensión técnica,
paradójicamente, el vínculo emocional se hizo más profundo. Porque entendí que
lo que admiraba no era solo la estética de una aerolínea o magníficas obras de
ingeniería, sino toda una operación planificada. La forma en que All Nippon
Airways ajusta sus rutas según la demanda, cómo Japan Airlines mantiene la
puntualidad con márgenes de conexión mínimos, o cómo Ryukyu Air Commuter opera
el Q400CC con vocación de servicio esencial para islas remotas.
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Q400CC de Ryukyu Air Commuter en ATC4 |
Mi pasión comenzó a tener lenguaje. Las palabras que usaba para nombrar mis sentimientos se volvieron términos técnicos. Dejé de decir “ese aeropuerto me gusta” y comencé a explicar por qué: por su eficiencia en el despacho, por su diseño terminal, por su integración modal. Así, mientras yo me hacía adulto, también crecía mi manera de mirar aquello que me había acompañado desde la adolescencia. Japón empezó a formar parte de mí, los platillos que empezaba a optar, los significados de los símbolos y fenómenos naturales comenzaron a ser también parte de mi forma de explicar el mundo.
Vuelo instrumental para condiciones meteorológicas
adversas
En 2015 murió mi abuela. No fue un año fácil.
Yo era un adolescente que aún intentaba entender su lugar en el mundo, y de
pronto me vi enfrentado a la realidad más dura: la ausencia. Esa clase de vacío
que no se llena con explicaciones, que no se nombra fácilmente. La muerte,
cuando toca de cerca por primera vez, no pide permiso ni da tiempo.
Mi abuela era una figura de constancia. Una presencia cálida, que marcaba el ritmo de lo cotidiano. Cuando se fue, todo pareció desacelerarse. Las calles se me hicieron más grises, las conversaciones más lejanas, los días más pesados. Me costaba encontrar sentido a lo que me rodeaba, y todo aquello que antes parecía tener un orden, se volvió confuso entre las tremendamente absurdas maneras en la que los adultos manejan esa clase de noticias y que se espera resguardes tu sentir para no apenar aún más a tus cercanos. Ridículo y desquiciado es lo único que describe a la forma en la que se comportaron todos cuando ella se fue.
Fue en ese silencio, justo ahí, donde volvieron a
aparecer ellas: las aerolíneas japonesas.
No como un escape, sino como un refugio. Un territorio que ya conocía, que no
me exigía explicar lo que sentía ni verbalizar la pena. Volví a abrir el
simulador. Volví a ordenar despegues, a guiar aterrizajes, a escuchar las
comunicaciones robóticas en japonés que no comprendía del todo, pero que me
tranquilizaban.
Mi abuela en algún punto del 2013
Había
algo en la rutina del aeropuerto, en su coreografía predecible y precisa, que
me daba calma. Mientras todo a mi alrededor estaba roto, allí todo seguía
funcionando.
Los vuelos partían. Los vuelos llegaban.
Las luces del tren pasaban bajo el fuselaje.
Las puertas se abrían.
La vida continuaba.
Un vuelo matutino entre Tokio y Kansai. No tenía nada especial, pero comencé a atribuirle un valor emocional. Lo visualizaba como un vuelo simbólico. En mi cabeza, ese vuelo transportaba todo aquello que no sabía expresar: el duelo, la nostalgia, el amor no dicho. Y en cada aterrizaje, encontraba un pequeño descanso. Ese vuelo es el vuelo 93 y su contraparte, el vuelo 96 de ANA.
Ese vuelo contuvo, durante muchos años mis anhelos más profundos: Entrar a una buena universidad, retomar las riendas de mi vida, el querer ser más valiente, el ser independiente y experimentar la libertad que los cielos te dan. El vuelo 96 significó para mi despegar y dejar atrás lo ruin y absurdo de las decisiones de mis padres para empezar a tomar rumbo a mi verdadero destino en Tokio priorizando mis pasiones, mis sueños, mi paz y, sobre todo, encargarme de resolver el cagadero que me dejaron.
Por esa razón, una de mis motivaciones espirituales en el país fue precisamente abordar el vuelo 96 desde Kansai. Ese ritual fue muy liberador y extremadamente simbólico.
Mi pase de abordar al vuelo 96 de All Nippon Airways |
En esa época del 2015/16 comencé a decirme una frase que, con
los años, se volvió casi un mantra:
“Pase lo que pase, mañana, los aviones volverán a despegar.”
Ese pensamiento simple, casi infantil, me sostuvo.
Porque en ese momento no podía creer en grandes cosas, ni en frases solemnes
sobre el destino o la fe. Pero podía creer en eso: en que los aviones seguirían
saliendo a primera hora, con sus tripulaciones impecables, con pasajeros que
también cargaban sus propias historias.
Y aunque nadie más lo notara, yo estaba ahí, en esa
torre virtual, cuidando que todo saliera bien.
Hubo momentos en mi vida donde la realidad me dolía
tanto que solo los cielos podían darme consuelo. No el cielo abstracto de las
metáforas, sino ese cielo tangible que surcan los aviones japoneses que tanto
amé. Cuando el mundo me quedaba grande o demasiado oscuro, bastaba con imaginar
el rugido de los motores, el llamado a cabina o la puntualidad meticulosa de un
vuelo despegando desde Haneda para reconectarme con algo más grande que mis
propias penas.
Durante años, oculté esta pasión con timidez. Me
preocupaba que pareciera una obsesión infantil o fuera de lugar para alguien
que pretendía ser profesional, racional o serio. Pero con el tiempo entendí que
la vergüenza nunca debería acompañar aquello que nos sostiene emocionalmente. No
se trata solo de aviones; se trata de un vínculo profundo con una parte de mí
mismo que encontró sentido, belleza y estabilidad en algo que vuela.
Me liberé de los juicios ajenos. Comprendí que la
sensibilidad también puede vestirse de turbinas y fuselaje. Que la pasión puede
tener forma de cabina presurizada. Que lo que me acompaña en mis momentos más
vulnerables no tiene por qué encajar en los moldes que otros esperan. Y así,
como un copiloto leal, la aviación japonesa siguió allí para mí, en las
noches de insomnio, en los días de ansiedad, en los momentos de duelo. Me
hablaba sin palabras, como una melodía aérea, diciéndome: “Sigue. Aquí
estamos. Nunca has estado solo.” Todo ello se convirtió en mi mundo
interior, escenario de mis historias ficticias y de aquello que nadie te puede
quitar.
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